Para la gente de mi iglesia las palabras “alcohol” y “oración” no van mezcladas. Sin embargo, el pasado fin de semana, a manera de pago por participar en un Día de Monasterio Abierto en el sur de Holanda, fui incluido en un “Día de Cerveza y Oración”, combinando así dos siglos de antiguas tradiciones benedictinas.
Tal vez es parte del humor de Dios que se le pida a un kiwi (Neozelandés) bautista que hable a europeos en un monasterio acerca del papel de los claustros en la conformación de la identidad europea. La actitud de mi iglesia, tradicionalmente negativa tanto a la cerveza como a los monasterios, quizás se desarrolló en primera instancia, como una reacción al abuso del alcohol entre la clase trabajadora del siglo XIX en Inglaterra, y por otro lado, como una suposición típicamente protestante que asume que después de Pablo y antes de Lutero no hubo avances espirituales de los que valga la pena hablar.
A medida que nos acercamos al 500 aniversario del gran cisma que llamamos la Reforma, hacemos bien en preguntarnos ¿cuáles fueron las cosas positivas que a nuestros antepasados protestantes se les fueron de las manos al confundir la hierba con la maleza?
La elaboración de la cerveza no es lo primero que se me viene a la mente. No obstante, hasta hace poco, beber cerveza era mucho más seguro que cualquier otra bebida, incluso el agua. Es por eso que en la ciudad holandesa de Utretch, donde había 28 monasterios antes de la Reforma, también se encontraban ¡24 fábricas de cerveza!
Papel significativo
Arthur Guinness, el fundador de la famosa marca de cerveza, quien fuera profundamente influenciado por el ministerio de Juan Wesley, fundó la primera escuela dominical en Irlanda. Su lema familiar era: speas mea in deo (Mi esperanza está en Dios). Perturbado por la embriaguez generalizada, creyó que Dios le había pedido en oración: “hacer una bebida que fuera buena para los hombres”. Así que produjo su cerveza negra oscura con una alta cantidad de hierro, de modo que las personas se sentirían llenas antes de que pudieran beber más. El nivel de alcohol era menor que el del ginebra o el whisky. (Una investigación reciente de la Universidad de Wisconsin ha concluido que un vaso de Guinness al día fortalece la salud y es mucho mejor que la cafeína o el jarabe de maíz de alta fructosa en los refrescos).
Mientras conducía a mi audiencia, en menos de una hora, por viente siglos de historia de la iglesia, me acordaba del enorme y significativo papel que las comunidades monásticas jugaron en el desarrollo de la cultura, la sociedad y las ciudades de Europa, desde las más antiguas comunidades en el desierto; la celta irlandesa; los monasterios benedictinos y cistercienses; la presencia urbana de los franciscanos y los dominicos; hasta la casas de los Hermanos de la Vida Común en los Países Bajos. Todas éstas se convirtieron en los bloques de construcción del nuevo orden que surgiría en Europa después de la caída del Imperio Romano. Éstas modelaron un estilo de vida de compromiso y de pacto, basado en el gran mandamiento de amar a Dios y al prójimo. Expresaron la compasión y la misericordia de la que Jesús habló en Mateo 25 (alimentar al hambriento, vestir al desnudo, dar refugio al que no tiene hogar, saciar la sed del sediento, visitar a los presos y confortar a los enfermos). Fundaron hospitales y casas de huéspedes para los enfermos, los peregrinos y los viajeros, y proveyeron de servicios de asistencia social en las emergentes ciudades-estado.
El rescate de la civilización
Bajo el principio de oración y trabajo ora et labora, los monjes domesticaron desiertos y drenaron pantanos; levantaron muros de piedra y construyeron diques; crearon granjas y jardines para poner orden en medio del caos; también enseñaron a los campesinos a labrar la tierra y a hacerla fructífera. Asimismo, se volvieron en centros de educación y de erudición, copiando laboriosamente y preservando manuscritos antiguos, rescatando a la civilización de los ataques de los bárbaros, y sentando las bases para las múltiples traducciones de la biblia que hoy en día damos por hecho. Fueron pioneros en la escritura y en estilos de escritura, incluyendo nuestra letra minúscula, algo que los romanos nunca desarrollaron. Sus scriptoria, bibliotecas y libros, condujeron a la aparición de las primeras universidades a cargo de monjes eruditos de diversas líneas monásticas, que se refleja en los títulos y las investiduras de los profesores y administradores de diversas universidades alrededor del mundo. El lema de la Universidad de Oxford hasta hoy en día es: Dominus Illuminatio Mea (El Señor es mi luz).
Estas comunidades se volvieron en centros de arte y música, así como de intercambio y comercio, dejando al mundo financiero el sistema de cuentas de doble entrada. (¿Acaso fue el franciscano Luca Paciolo en Milán, en 1494; o Benedikt Kotruljevié en Dubrovnik, en 1458?). El padre del método científico, Roger Bacon, fue un franciscano que transformó la metodología del estudio experimental; creó la primera clasificación científica de la naturaleza, elementos y música, y cuyo estudio de la luz condujo a la invención de anteojos.
Esto sin mencionar del rol de los monasterios en el desarrollo de las industrias de cerveza y vino. Ni su papel en la expansión de la fe cristiana como estructuras misioneras. Para cuando los gobernantes protestantes dejaron de apoyar a los monasterios durante la Reforma, incluso algunas veces de un día para otro, como sucedió en Amsterdam en 1578, perdieron un poderoso medio de expansión misionera durante ¡tres siglos enteros!
Tal vez el año que viene hay que mirar con más humildad la historia de la Iglesia para ver qué otras cosas hemos perdido.
Hasta la próxima semana,